domingo, 28 de noviembre de 2010

Clara...


Clara
Tan clara como aquella melodía
que cantaba Francisco entre amapolas,
clara como la espuma de las olas
o como arena blanca a mediodía.

Como el cielo en que se aleja la tormenta
y enciende el color de una sonrisa,
como el perfume de un prado que en la brisa
va más allá de los valles que lo encierran.

El perfume de los lirios ya se eleva
en una azucena blanca en primavera,
es el aroma fecundo que recrea
la inocencia original que perdió Eva.

Muy pronto el jardín fecundó en flores
y se cubrió el valle de azucenas,
la savia de Dios llena sus venas
y el aroma del Amor sus corazones.

Fue el silencio el secreto de sus almas,
la mirada sostenida en Su presencia,
Jesús el centro de su complacencia
y contemplar su belleza su esperanza.

Recuperar la pureza del Amor primero,
la labor incesante de sus vidas,
el Amor puro la esencia de sus días,
la Trinidad el centro de su credo.

Como incienso que enciende la memoria
del cielo en que se quema como ofrenda,
así se queman sus horas en la tierra
para volverse alabanza de su gloria.

Y es por eso que anuncian la victoria
del Amor sobre el odio y la violencia,
cuando colocan en Dios toda su ciencia
su alabanza se hace centro de la historia.

Como suspiros al caer la tarde
suben al cielo los salmos de sus bocas,
el corazón se va con ellos y reposa
en el seno del Dios que ya lo invade.

Y así transcurren sus noches y sus días
en la vigilia que espera la mañana,
en que la aurora se levante soberana
para darle al Sol su primacía.

En el jardín de Francisco una azucena,
delicada, clara y femenina,
transparente como el agua cristalina,
encarnó su ilusión en tierra buena.

Y la plantita sembrada con sus manos
se transformó en un árbol de delicias
que ofrecen cada día las primicias
que al altar de la plegaria llevan los
hermanos.

Autor: Fray Alejandro R. Ferreirós OFMConv

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